Todavía recuerdo el “dolor de cabeza” que me causaba la clase de 10 a 12 años del ministerio de niños de mi iglesia en la Planeta allá en el 2006. Mi gana de servir a Dios se contrastaba con esas dos horas que debía invertir para hablarles a 15 niños “insoportables” acerca de Dios. Con el tiempo muchas veces la fe se me iba y pensaba “¿Realmente esto vale la pena? Admito que hubo veces que perdí el intereses en los 15 pequeños pre adolescentes que a cambio de jugar todos los domingos en la mañana llegaban a mi clase.
Dios uso el tiempo para mostrarme que esa “esclavitud” tenía un contrato permanente, aunque sea por ese momento, y que lejos de tirar la toalla debía tomar con mayor “seriedad” el ministerio que se abriría con el tiempo. “¿Porqué si nadie lo hace, nadie se preocupa por nadie?”, exclamé tantas veces cuando estuve a punto de preferir a mis compañeros de colegio, sus invitaciones a “jugar una potra” que ir a la iglesia a ver a 15 niños a los ojos y decirles que Cristo les amaba. A ese reproche se le combino la impotencia que sentía en aquel momento de no ver a mi alrededor a un líder que realmente pasara interesado en el corazón, no físico, sino interior, de los demás… ¿Existirá alguien que realmente pueda renunciar a si mismo por otros y seguir el ejemplo de Cristo? Y peor aún ¿podrá alguien someterse a algo así? Tenía apenas 17 años, eran más las dudas del enemigo que las fuerzas de creer realmente en un llamado de Dios.
Los 50 días que cambiaron todo
Llego el tiempo de la campaña -50 días de fe- en mi congregación y sería implementado en los “15 diablitos” que miraba todos los sábados y que sin saberlo, moldeaban mi carácter de una forma sigilosa. Debía enseñarles sobre la fe cada fin de semana y en esta ocasión debía lograr que todos estuvieran los siete sábados de reunión. Pasaron esas semanas, pasaron los temas, nunca supe realmente si creció la fe en los corazones de aquellos pequeños, me conformaba con saber que el Espíritu Santo se encargaba.
Sin embargo, si hubo algo que noté: dos pequeños asistieron fielmente los siete sábados a nuestra reunión y lo hicieron desde mucho antes que empezara la campaña-.
Ellos eran André y Fernando, dos pequeñines inquietos, llenos de energía que estuvieron allí siempre. No por mí, ni siquiera por sus mamás que los “mandaban” todos los sábados; era Dios y su voluntad perfecta que en ese momento ni pensaba que tenía que ver-. Se hacían acompañar por su inseparable amigo Fabricio pero la regularidad era más constante en ellos dos en aquel entonces. Aún no había mayor interés que el de una clase hacia ellos, poco me importaba que realidad tenían en sus hogares, qué les ofrecía el mundo y con qué debíamos contrastarlo. Era simplemente “un trabajo espiritual que terminaba al último minuto de los 120 que debía estar con ellos”.
Pero eran ángeles que Dios convertiría en sus aliados para transformar el pensamiento de un post adolescente como yo traumado por sus obligaciones y por las pasiones juveniles.
La época tibia
Nunca se desdibujará de mi mente el día que después de la campaña, André, el hiperactivo niño de 12 años llegó junto con Fernando aún más hiperactivo que el primero, a decirme casi ciegamente “queremos bautizarnos”. Yo era un incrédulo, un líder de bolsillo y peor aún en esa época en que los diez últimos bautizados casi inmediatamente de identificarse con este acto simbólico se alejaron rotundamente de la iglesia. ¿Cómo dos pequeños de 12 y 11 iban a tomar en serio un bautismo si hacían alboroto todos los sábados y si los grandes que lo hacían “con todos sus sentidos” se iban a los días al mundo? Con el tiempo Dios me hizo descubrir que ellos a sus pocos años harían la diferencia y que yo sería su cómplice y fiel testigo.
Imborrable esa escena en el pasillo de mi iglesia. Solamente el Espíritu Santo hizo atreverme a preguntarle a mi pastor si esos dos menores podrían hacerlo en medio de esa época de cristianos tibios. Solamente el Espíritu Santo iluminaría al Pastor y a su esposa a creer que a ellos había que darles una oportunidad “siempre y cuando usted (yo) esté pendiente de ellos y no lo tomen como juego así como aquellos que se han ido”, me dijo el siervo prácticamente haciéndome firmar el contrato de ministerio más importante de mi vida hasta entonces con Dios.
Había comenzado a discipular a dos muchachos antes que ellos, pero mi novatez traicionó mis intenciones y nunca logre terminar los estudios bíblicos con ellos. Cuando el Pastor me desafió a ese reto, había un sincero deseo y reto de que no volviera a ocurrir lo mismo.
Hasta la fecha, sigo recordándole a mis cuatro pupilos, ya mayores de edad, la fecha en que André y Fernando se bautizaron, un domingo 1 de julio del 2007. Al domingo siguiente comenzó el reto de dicipularlos junto a su amigo leal Fabricio y dos chicos más de la congregación llamados David y Yimy (de todos ellos hablaré en los otros capítulos). Jamás pensé que mientras yo pretendía hacerlos crecer, ellos con cada episodio de nuestra convivencia me darían un discipulado de vida con tinte de Dios que me ha permitido ser la persona y el hijo de Dios que soy ahora. Ese impacto en mi vida no tiene precio, solo una profunda gratitud a Dios por esos pequeños 5 instrumentos.
Una vida de impacto
André era junto con Fabricio y David el más atento del grupo. El más inquieto por ratos, más de alguna vez el más distraído pero siempre fue alguien que construyó su espacio con hierro en el grupo y más aun en el corazón de un joven que recién comenzaba a conocer del mundo laboral. Más de alguna vez me pregunté con reclamo porque no tuve hermanos menores de sangre y al día de hoy puedo leer en mi historia escrita por Dios que era solo una espera y que a los años conocería a cinco verdaderos.
Pasamos muchos meses aprendiendo sobre la salvación, la fe, la oración, la Biblia, el Espíritu Santo y las tentaciones. El reto más difícil era ayudar a aquel pequeño soñador a cambiar algunas áreas de su vida que estaban desnutridas espiritualmente. Con asombro puedo contar que aquellas palabras que antes decía con normalidad en compañía de sus dos amigos fueron desapareciendo, aquellas pasiones por el futbol y las juegos de consola iban teniendo una objetiva regulación y aquellas citas callejeras con sus “amigos del pasaje” pasaron a ser reuniones o “pasadas” por el templo de la iglesia para visitar a su líder Jonatán o simplemente no pasar tiempo “aburrido en su casa” de igual forma, esos tiempos hicieron que nuestra hermandad creciera. El Espíritu Santo logró que André antes de sus 15 años reconociera a Jesús como algo más que un ser supremo al que debía respetarse. Él reconoció al Señor como su Padre, su amigo y su razón de vivir… siempre lo tuvo presente.
Como cualquiera de nosotros, se equivocó muchas veces, subía y bajaba pero su intención de ser mejor cada día y nadar contracorriente permaneció intacta hasta el último minuto. Hasta aquí, hay un cambio radical de aquel líder incrédulo que servía mecánicamente por medio de ese par de niños y los otros 13; ahora era un aliado a muerte del adolescente que luchaba a diario por no dejarse seducir por cada anzuelo atractivo del mundo. Dios hizo una transformación de la que fui testigo y que cambió mi vida rotundamente sin que yo me diera cuenta. Ahora Andre, Fabricio, Fernando, David y Yimy se había pegado a mi vida como hermanos y en muchas pláticas y abrazos como un padre o mejor amigo con toque espiritual que notaba más en el André.
Hago el énfasis en que Dios hizo el cambio. Yo siempre fui un instrumento, que mientras ayudaba era moldeado. Muchas veces me equivoqué. Mi juventud traicionó mi liderazgo y en varios ocasiones pude haberlo hecho mejor, no obstante, fue allí donde Dios me enseño el discipulado de “aprende a ser un buen líder” a través de ese jovencito de 16 años ya. Justo a esa edad, el futuro parecía a mis ojos decirme que Dios usaría a André hasta su vejez en su obra, más aún cuando ya había alcanzado la libertad suficiente para dar una clase de niños y mejor aún percutir el instrumento con el que Dios me retuvo en la iglesia en mi preadolescencia, la batería.
Recuerdo esa ocasión en la que con su corta madurez le encomendé llegar temprano al ensayo del ministerio de alabanza para tener listos los instrumentos, como siempre, no discutió esa orden, tomo las llaves y dijo “dale loco”. Mi espíritu incrédulo de joven (revivió) ya entrado a la edad de 20 años me hizo pensar que él no llegaría a tiempo. Pero nuevamente, Dios me sorprendió, allí estaba él, sentado en el piano que estaba aprendiendo a tocar y con todos los instrumentos listos. No miento, lo que dije en ese momento fue “cuando me vaya, el quedará por mi” y recuerdo que siempre le mencioné: “cuando tenga un ministerio grande, vos serás mi asistente”. Esas cualidades estaban tan claras en su vida, que las ganas de invertir tiempo en escucharlo desahogar sus sueños, ilusiones, desagrados y triunfos nunca ceso bajo ninguna circunstancia aún en sus últimos 15 días acompañándonos.
Su bondad no tenía doblez, el mensajito de cumpleaños para mí cada 16 de octubre estaba fiel aunque el último consejo no fuera de su agrado. La humildad de alguien que no siempre recibió una respuesta agradable conmovió mi vida, y aun extraño esa humildad. Su habilidad de sacar de problemas a sus amigos era impresionante, no siempre eran las mejores decisiones, pero sus amigos sabían que estando él estaban seguros.
El crecimiento
Llegó esa etapa donde “yiyo” ya era un joven independiente, hijo y siervo de Dios, de 17 años. Ya no había que motivarlo con juegos de pelota y estaba claro que lo que hacía para el Señor era lo que de su corazón nacía. Aunque su interés ya no era precisamente estar con su “hermano mayor” mi satisfacción y gozo era que mi trabajo como “entrenador espiritual” estaba logrando sus objetivos en él y yo sería muy bien recompensado por Dios.
André siempre fue el chico atractivo y “cara bonita”, como le decíamos en ocasiones. Las niñas de su edad y algunas mayores hacían que el trabajo de agradar a Dios fuera algo muy difícil para él y más cuando estaba en la flor de su formación. Llegaron a su vida muchos retos que nadie detuvo; el sueño de la ingeniería eléctrica, ser bombero, formarse un físico de acero y claro, conquistar a la chica de sus sueños. En más de alguna no concordamos más aún cuando lo privaba de ese tiempo que yo ya me había acostumbrado a que tuviera en la iglesia. Pero siempre estuvo allí, para sus hermanos y amigos y para Dios, el Espíritu Santo siempre le redarguyó para lo que necesitaba.
Así pasó el tiempo hasta que un día, el terror local de moda, lo llevaron a él y su familia lejos de nuestra comunidad. Un día inesperado de forma inesperada.
Ahora asimilo que Dios nos estaba preparando para ese tipo de situaciones que casi un año después se repetiría de forma inesperada.
“Se fueron lejos de aquí”, me dijeron por teléfono. Desde esos primeros días de diciembre del 2011 André dejo de estar cerca físicamente de mí y los demás, de nuevo Dios preparándonos… pasamos de tener comunicación personal y de cualquier tipo a simplemente hablar por las redes sociales. En el fondo pesaba esa ausencia, esa que un día seria permanente. Lo interesante fue que al mismo tiempo que Dios lo desprendía de su cuna, lo llevaba a un nuevo mundo donde mucho iba tener que poner en práctica lo que aprendió todos los años anteriores. En esos cortos 8 meses, André impactó muchas vidas con su cariño. Ese legado fue la carta de recuerdo que nos dejo a sus cercanos. Allí donde estuvo, Dios lo uso de cualquier forma.
La despedida
En el 2012 solo volví a ver a mi hermano tres ocasiones. En la celebración de año nuevo, en semana santa y en un funeral. Las últimas dos veces lo abracé como un padre a un hijo y él transmitió lo mismo. Sentí allí el fruto de cada día invertido en él y no en mis propias comodidades. Dios realmente me uso todos esos años y no lo digo para presumir sino como un gran honor.
Inolvidable fue el 1 de mayo, su cumpleaños 18. Habíamos pasado esas mismas fechas años atrás celebrando en persona. Pero ese cumpleaños fui el último en llamarlo y como si lo hubiéramos planeado me contesto al primer tono del teléfono. “Yo sabía que ibas a llamarme loco” fue su frase inicial… ahora entiendo que sería el último cumpleaños e iba quedar marcado por eso. Creo que solo con Dios y nuestras respectivas conquistas habíamos invertido tanto tiempo en hablar por teléfono, ese día o mejor dicho esa noche fue 1 hora con 25 minutos y 15 segundos… actualicé en mis conocimientos y oraciones sus planes y su gran desafío de esperar un año más para pedir permiso para su chica, eso nos llevó mucho tiempo... durante esa llamada.
Los últimos 15 días que tuve comunicación con André fueron realmente útiles. ¡Cómo iba a imaginar que Dios estaba dándome el chance de acabar mi trabajo con él!, eso es algo que permanecerá en mi memoria hasta el último día y cada vez que lo recuerdo hacen que mis ojos lagrimeen.
Tras ocho meses desconectados, Dios me permitió reactivar mi papel de confidente y hermano con el pequeño André ya mayor de edad, con la carrera iniciada y firme. Y quizá con un sueño: ayudar a su familia a través del trabajo.
“¿Cómo me visto? ¡Tendrás que estar cerca de mi porque no estoy acostumbrado a ese ambiente!” Fueron algunas de las frases que llenaron nuestra conversación en la red. Además planificamos platicar en persona como en su cumpleaños 15, en un restaurante y con la comida que él quisiera… finalmente, Dios no quiso que sucediera. Orar por él y el sustento de su familia fueron las últimas dos peticiones que me encomendó y luego… aquel amargo sábado 25.
No vale la pena recordar esa terrible madrugada que quizá sea la más triste hasta el momento en mi vida. Solo recuerdo ahora el gran legado que un pequeño de 18 años dejo en mi corazón y el de todos sus amigos. Cada uno guarda en su memoria una gran enseñanza de Dios a través de su vida. Desde ese tiempo, amo más a mi familia, amo más a mis sobrinos y oro más y amo más a mis otros 4 hermanos y a los demás que se unieron a mi ministerio, que la vida de André ya había pulido.
Su vida, un legado inmortal
Ha sido de los retos más difíciles de esta carrera sanar ese vacío que poco a poco vamos comprendiendo. Pero es tan impresionante lo que Dios ha hecho y hará con su testimonio que sigue estremeciendo mi vida. André es un ángel usado para cambiar pensamientos de rebeldía y negación a plena dedicación por Cristo.
Arturo y Alex son los testimonios evidentes de la obra de Cristo a través de esa vida. El primero (cuya vida también incluyo en el libro), fue un hijo pródigo de nuestra congregación que marcado por la desaparición de su gran amigo decidió ordenar sus cuentas con Dios y comenzar la difícil tarea de volver a su camino y vivir para él. “Lo que realmente toco mi vida fue la pérdida de alguien a quien quiero como un hermano. Eso me hizo reflexionar de como yo iba a presentarme ante el Señor cuando llegara el momento”, escribió en su testimonio Arturo en una ocasión refiriéndose a él.
Alex, es un joven que conocí en Zambrano, en un campamento del ministerio Palabra de Vida. Sufrió un accidente vehicular y sobrevivió, sin embargo, el sufrimiento de sus dolores lo llevó a renegar de la voluntad de Dios. Al conocer la historia de André, Alex reflexiono y pidió perdón a Dios y se reconcilio con él.
Ahora pasan los días, y seguimos en este mundo y seguiremos hasta que Dios mande, o Cristo venga por nosotros. Pero no cabe duda que la voluntad agradable y perfecta de Dios nos está permitiendo que otros conozcan la vida de ese gran capitán usado por Dios y lo que puede hacer Dios a través de sus vidas.